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martes, 17 de junio de 2014

DESAFIOS AMBIENTALES PARA EL REELEGIDO PRESIDENTE

La reciente campaña electoral a la presidencia se caracterizó por una suerte de debates donde, en principio, los candidatos y las candidatas de la primera vuelta debían exponer sus programas presidenciales. No obstante, debe reconocerse que en materia ambiental las posturas de todos los candidatos fueron bastante ambiguas y superficiales; en un momento donde el tema ambiental requiere importantes y claros compromisos, dado que lo que está en juego es nada más y nada menos que la vida en todas sus expresiones, los candidatos fueron bastante tímidos o taimados para salir en su defensa. Este tema no parece tener un lugar privilegiado en sus agendas. Ya en segunda vuelta, el tema ni siquiera fue materia de discusión, puesto que frente a la imperiosa necesidad de ganar y conseguir el apoyo de nuevos adeptos, los candidatos se dedicaron más a azuzar los puntos débiles del opositor y a demostrar, cada uno a su manera, la importancia de la paz, que a reflexionar sobre los diversos asuntos que deben ocuparle a un Presidente. Así pues, desde esta tribuna se quiere hacer un reconocimiento a la reelección del proceso de Paz que manifestó casi el 51% del pueblo colombiano, según los resultados electorales, pero también hacer un llamado de atención sobre una de las grandes debilidades que el actual gobierno, ahora reelegido, ha tenido en materia ambiental. Para empezar, el presupuesto del Ministerio de Medio Ambiente resulta irrisorio frente a las demandas ambientales del territorio nacional. Seguido de una serie de acciones y decisiones que claramente obedecen a una política ambiental centrada en la explotación minero-energética, que ha desconocido abiertamente las reales condiciones de explotación que los recursos naturales renovables y no renovables soportan. Frases como es posible hacer una explotación minera sin afectar el medio ambiente, proferidas por el gobierno en continuidad, deberán ser profundamente reflexionadas antes de ser emitidas. Así mismo, la concesión de títulos mineros, en cumplimiento de los compromisos adquiridos desde el gobierno anterior, deberá ser revisada de cara a pensar en el bien común que la nación demanda, con especial atención en las zonas ambientales más vulnerables del territorio nacional, como son los páramos, los bosques, nacimientos de fuentes hídricas y aquellas de protección especial. Estamos en mora de que los gobiernos en todos los ámbitos, local, departamental y nacional, piensen seriamente en una política ambiental integral, donde no sea el mercado quien ponga las reglas de juego, sino la vida misma, en una concepción amplia e integral de ella, la que oriente el camino a seguir. Claros ejemplos de buenos gobiernos y buenas administraciones nos han dado las diversas comunidades indígenas, a través de sus planes de vida o del buen vivir, donde no es el mercado quien define las políticas; siendo muy conscientes estas comunidades de que la supervivencia por vía de la venta e intercambio de productos es necesaria, sino que el bien común está por encima de las transacciones comerciales. Así, el agua, el aire, la tierra, las semillas, algunos metales, el petróleo, los bosques, las selvas y con en ellos los productos maderables y no maderables, simplemente y en muchas ocasiones no se pueden vender, no tienen un precio dado su altísimo valor ambiental, así como la vida misma no lo tiene. Hay cosas que no están en venta, hay cosas que no se negocian y este principio de vida, inspirado en una lógica ambiental que dista del mercado, sería deseable que se reflejara en el gobierno que continua y, valga decir, que lo hace gracias a las deudas morales adquiridas. Puesto que quienes dieron su voto para apoyar el principal aspecto de su agenda, como es el de continuar con la negoción del conflicto armado, como pivote para una paz estable y duradera en Colombia, también están en abierta oposición a sus políticas económicas extractivas y ambientales depredadoras que poco a poco conducen el territorio nacional a un indeseable desierto. Ojalá el Presidente reelegido tenga la grandeza de enfrentar las diversas trasnacionales, que como aves de rapiña ven en nuestros suelos, los diversos recursos naturales no renovables, que no hemos logrado defender con la entereza requerida y logre hacer pactos comerciales internacionales teniendo como imperativo el bien común y no solamente las leyes del mercado.

jueves, 8 de mayo de 2014

CINCO SIGLOS IGUAL

¿En qué se diferencian las imágenes de la esclavización, propias de la época de la conquista española, con la lamentable realidad de los pueblos, en su mayoría afros, que practican la minería hoy en Colombia? En poco o nada. Continúan siendo los pueblos afrocolombianos, a través de familias enteras, con participación indiscriminada de hombres, mujeres, niños y niñas, quienes entran a los socavones a buscar las migajas del oro que las retroexcavadoras han dejado. Las imágenes dantescas de la vereda de San Antonio en el Municipio de Santander Quilichao, en el norte del Cauca, registradas por diversos medios de comunicación la semana anterior, son comparables con las de Zaragoza en inmediaciones de Buenaventura, la Colosa en Cajamarca, Tolima, o con las de Andagoya e Itsmina en Chocó, donde los gringos dejaron las retroexcavadoras oxidándose dentro del Río San Juan cuando habían expoliado la región. El problema de la minería en Colombia no sólo es que sea ilegal. El problema de fondo es el modelo extractivo que eterniza un modelo económico de dependencia, aupado por los gobiernos de Uribe y Santos. La dirigencia política colombiana, en su ámbito nacional, sigue condenando al pueblo colombiano más pobre a vivir en condiciones similares a las de hace cinco siglos. La gente pobre en Colombia está trabajando por la comida, arriesgando su vida sin ningún tipo de seguridad y mucho menos en condiciones laborales propias de la modernidad. Los miles de títulos mineros que el gobierno de Uribe comprometió y que Santos ejecutó, como base de su loco-motora minera, avanzan sin cortapisas de tipo social, cultural, político y ambiental. Es decir, lo último que se tiene en cuenta en la ejecución de este modelo extractivo es el daño ambiental y social. La fiebre del oro ha obnubilado de tal forma al mundo, desde que se tuvo conocimiento de las bondades del metal precioso, que se ha perdido de vista, totalmente, el altísimo costo, prácticamente impagable, para la vida humana, animal y vegetal. Los ríos se contaminan con el mercurio y en consecuencia esta fuente hídrica va contaminando a su paso todo lo que toca. Los sitios de esparcimiento y diversión natural, como lo era el Río Quinimayó en el norte del Cauca donde ocurrió la tragedia de Quilichao, se van volviendo lodo. La fauna y la flora huyen despavoridas con el ruido de las máquinas que luego de su paso solo dejan miseria y desolación. La gente muere atrapada en un alud de tierra por conseguir una pepita de oro. ¿Quién tiene esto en cuenta? ¿Cuando los gobiernos entregan títulos mineros miden estas consecuencias? ¿Cuando las multinacionales se van, compensan de alguna forma estos daños? Por supuesto que no, primero porque no hay como compensarlos, segundo porque el propio gobierno no las obliga. Multinacionales, como la Anglo Gold Ashanti, ampliamente cuestionada en el mundo entero por las claras violaciones de derechos humanos contra la población africana donde empezó su ilimitada explotación minera, y que ahora se recorre el territorio colombiano en busca de más oro, frente a tragedias como la Quilichao, lo primero que hace es solicitar un amparo administrativo al gobierno colombiano para proteger las miles de hectáreas cuya concesión había solicitado para explotar el metal precioso y que fueron penetradas por mineros ilegales de gran calado y pobres mineros artesanales afros que osaron morir en su terreno. ¿Y qué hacemos en las ciudades? ¿Ya hemos parado para pensar que cada joya adquirida a precios, desde irrisorios hasta absurdos, se producen a costa de la vida de pueblos afros esclavizados desde hace cinco siglos? Cada que consumimos cualquier joya de oro, hoy en día, estamos contribuyendo a una cadena de expoliación, miseria, desolación y muerte. Un pensamiento ambiental integral debería llevarnos a pensar, permanentemente, de dónde vienen las cosas que consumimos y hoy, particularmente, usar oro, en pequeñas o grandes cantidades es contribuir con una minería legal e ilegal de impagables costos ambientales y humanos. La minería artesanal prácticamente se acabó. El modelo extractivo agudizado por Uribe y continuado por la Locomotora minera de Santos, son el verdadero origen y el verdadero problema del actual desastre ambiental que produce la minería, no su ilegalidad. 500 años y aún siguen abiertas las venas de América Latina.

Observatorio realidades sociales de la Arquidiócesis de Cali

http://observatoriorealidades.arquidiocesiscali.org/semanario/

jueves, 20 de febrero de 2014

¿Cuántos parques necesita un joven?

Hace 37 años el historiador colombiano Jorge Orlando Melo, se preguntaba ¿Cuánta tierra necesita un indio para sobrevivir?, haciendo alusión a que la tierra, para los pueblos indígenas, es como el agua para los peces. No existe cálculo occidental que pueda resolver esta pregunta; la tierra, elemento físico y simbólico de la naturaleza y de la vida, constituye el valor fundamental para los pueblos indígenas, no tiene precio, no tiene medida, es connatural a su esencia, no se mide por hectáreas -a no ser que sea para recuperarlas- y sin ella, mueren. Me valgo de esta metáfora para preguntar ¿Cuántos parques necesitan hoy los jóvenes para ser jóvenes? ¿Cuánta zona verde, cuántos espacios deportivos, cuántos espacios artísticos, lúdicos, culturales, recreativos, para ser joven? A juzgar por su precariedad o ausencia, se puede decir que en la ladera o el oriente de la ciudad de Cali, es casi imposible ser joven. Esta reflexión viene a tono, dado que de nuevo se prenden las alarmas por la violencia juvenil en Cali. Según el informe más reciente de la Defensoría del Pueblo, 132 pandillas juveniles afectan la seguridad ciudadana, en las zonas más pobres de la ciudad y 250 mil personas de la Comuna 21 están en vilo por las acciones de las bandas criminales. Por lo menos ya se enuncia que detrás del accionar juvenil, hay estructuras delincuenciales de adultos y que los jóvenes terminan siendo el último eslabón de una cadena criminal, cuyos orígenes difícilmente se identifican, aunque –paradójicamente- los informes judiciales indiquen que se trata de un estructura criminal mayor. Alcaldía, Iglesia y organizaciones sociales se debaten entre una y otra opción de intervención social, para identificar qué hacer con estos jóvenes que deliberadamente o por diversas presiones, terminan haciendo parte de estructuras criminales. Tomando un poco de distancia de esta angustiante realidad social, es pertinente comprender cuál es el contexto social, económico, cultural y ambiental en el que estos niños y jóvenes han nacido, se han criado y viven hoy en día. Un rápido paseo por el Oriente de Cali, al igual que por las laderas, en compañía de una necesaria agudeza sociovisual, da para pensar que en estos contextos empobrecidos y marginalizados, todas las condiciones socioambientales, socioculturales y socioeconómicas están dadas para que buena parte de los jóvenes no puedan vivir y ser jóvenes, viéndose abocados al ejercicio delincuencial. Crecer en medio de la precariedad material es la negación total o casi total de todos los derechos. Los niños y jóvenes de las zonas más pobres de Cali, que son la mayoría, han crecido en barrios marginales, llamados invasiones o asentamientos humanos de desarrollo incompleto, que a fuerza de urbanizadores piratas o institucionales, se van ordenando; sus padres y madres consiguen el sustento diario a través de actividades económicas informales, que van desde las ventas callejeras, el trabajo doméstico a destajo y la prostitución, hasta diversos tráficos ilegales, y no solamente de armas y drogas, sino de diferentes bienes y servicios. De niños son mandados a la escuela, donde muchos profesores son amenazados, para no ir con la regularidad que un proceso educativo ameritaría, luego, tienen que pasar a hacer el bachillerato a otro barrio, pero no pueden asistir porque las macabras fronteras invisibles se los impiden. Y así, van creciendo, desertan de la escuela y los actores criminales adultos les ofrecen la posibilidad de prestigio, poder y dinero a través de pequeños ‘mandados’, cuyos grados de dificultad irán aumentando al igual que sus ingresos, pero que se esfuman como agua entre las manos. Estos niños y jóvenes han crecido en la ausencia de un orden institucional y por tanto, ese orden ausente es fácilmente reemplazado por un ethos criminal, que pasa a ser el referente de orden. En estas estructuras encuentran valores de lealtad y disciplina, que en otros contextos menos precarios social, cultural, económica y ambientalmente, insisto, hubieran tenido. Sumado a este desorden social vivido desde tempranos años, los niños y jóvenes se encuentran en sus barrios, con que no hay parques, no hay zonas verdes, no hay espacios deportivos, recreativos, lúdicos y culturales suficientes y de calidad, que les proporcionen los ambientes propicios para ser jóvenes. Es una medida que, al igual que con los indígenas sobre la tierra, su cálculo racional excede la lógica del metro cuadrado. No existe espacio vital para ser joven en el Oriente y la ladera de Cali, cuando esto sea reconocido y transformado por las instancias pertinentes, quizás las alarmas no se prendan tanto. ¿Cuántos parques necesitan los jóvenes para ser jóvenes? ¡Muchos más de los que actualmente existen en las márgenes de la ciudad!