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jueves, 26 de abril de 2012

Vivir al margen ¿cultura de la pobreza?

¿Cómo vive la gente de la calle? Los destechados, los desposeídos, los miserables, los mal llamados desechables; los desechados por una sistema económico y una sociedad de consumo que deja al margen aquellos cuya condición socioeconómica ni siquiera alcanza para clasificarlos como pobres. Puesto que no tienen nada. Absolutamente nada.  Esa incómoda pregunta me la hizo un amigo que se ha propuesto como misión de vida no permitir que esos habitantes de la calle sean invisibles. Él los ha fotografiado y comparte con muchos de ellos chocolate con pan en las afueras de una iglesia del centro de la ciudad. Cada fotografía tiene la historia de un ser humano. Un ser humano con nombre que siente y piensa.
Vivir en la calle, dormir en los andenes, debajo de los puentes, en la portería de un edificio, a las afueras de un negocio o literalmente donde le coja la noche o el cansancio, es una realidad difícil de imaginar desde la  comodidad de un techo y un lecho, por más pobre que sea. Es usar la misma muda de ropa por tantos días como sea necesario hasta conseguir nuevas prendas, puesto que no hay casa, ni lavadero para lavar,  ni cuerdita para colgar, ni armario para doblar y guardar la ropa. Un pantalón y una camisa se usan por 8, 15 días o un mes, hasta que aparezca el cambio de ropa definitivo. Por eso los vemos en la calle, sucios y andrajosos.  La gente dice que son cochinos, sin pensar que hasta la limpieza tiene un precio. La gente dice que están muy jóvenes y alentados, que deberían trabajar, pero nadie se anima a darles algún trabajo. ¿Usted lo haría?
¿Dónde y qué comen? También en la calle, por supuesto, las sobras de comida que los demás dejamos en los platos y bandejas, cuyo destino final será una caneca de basura. Comen lo mismo que usted y yo, con la diferencia que ellos se comen los sobrados, los desperdicios, lo que nuestra llenura no nos permitió seguir ingiriendo. Conseguir cada comida es una hazaña. Por eso los alucinógenos baratos aparecen como el mejor paliativo para lidiar con el hambre. No hay horarios, no hay normas, no hay patrones. Las reglas de la calle son las de la supervivencia; se trata literalmente de sobrevivir, tanto por la búsqueda del alimento como por la evasión de los ataques, embestidas que provienen de los mismos desposeídos y hambrientos quienes presos de la angustia, o por líos de drogas, convierten en enemigos a sus compañeros de calle.  También deben sobrevivir a los intentos de eliminación física de quienes no soportan su presencia y pasan en las noches intentando acabarlos con balas anónimas o dándoles alguna comida envenenada para así limpiar y embellecer la ciudad.
“Ah, pero a muchos les gusta” –dice la gente- . ¿Cuál será el límite en la imposición y la elección? Cuando se ha nacido en la calle, como es el caso de muchos, o cuando se ha llegado a ellas por presión económica o por consumo de drogas, cualquiera que sea la situación, se va perdiendo el límite entre la obligación y el gusto. Obviamente, si a una de estas personas alguien pretende sacarlo de este mundo y ofrecerle otro para vivir, el habitante de la calle va optar por su mundo de la calle, porque allí se levanta a la hora que quiere, come lo que quiere, hace lo que quiere, no tiene ni dios ni ley y en general vive como quiere. Esa es la conclusión facilista para justificar la marginalidad a la que han sido sometidos los habitantes de la calle ante nuestra mirada indolente y desconociendo la responsabilidad del Estado. Los nuevos niños y niñas que nacerán en la calle serán esos jóvenes que dentro de unos años dirán que les gusta vivir ahí, así. La miseria es una imposición no una elección.

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