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viernes, 21 de octubre de 2011

¿Por qué no nos indignamos?

Por Elizabeth Gómez Etayo, Socióloga de la cultura


Para indignarnos necesitamos integrarnos más y nosotros, todavía, estamos muy escindidos. Necesitamos comprender global e integralmente que los distintos problemas sociales, económicos, políticos, culturales y ambientales que saltan a la vista, pero que nuestros ojos no están entrenados para reconocerlos, no son esferas aisladas, sino que esos distintos problemas están relacionados. Problemas sociales como la pobreza, las distintas reformas educativas, la mala calidad de la educación, la deficiencia en los servicios de salud y el déficit habitacional. Económicos como las altas tasas de desempleo, el empleo informal, la falta de subsidios para los pequeños productores, el impulso al desarrollo económico a través de modelos extractivos.


Políticos como la vergonzante corrupción, la crisis de dirigencia, la fragilidad en la democracia y la ausencia de un proyecto político coherente con la realidad actual. Culturales como las distintas apologías a la ilegalidad, a la ley del más fuerte, a la justicia por cuenta propia y en general a pasar por encima de los otros. Ambientales como la deforestación, el consumo desbordado, la contaminación del agua, las inundaciones y el cambio climático. Todos estos, por nombrar sólo algunos de los problemas, están relacionados unos con otros, no son ruedas sueltas. Y esos distintos problemas tienen responsables personales e institucionales. Todos ellos le competen tanto al Estado como a la Sociedad y a los distintos gremios económicos y financieros. Pero mucho más al Estado que es el responsable de garantizar una buena vida para todos.


Sin embargo, nosotros estamos tan escindidos que no logramos reconocer la relación que hay entre esos problemas y nuestras propias vidas, por tanto, no logramos indignarnos. Cuando se recorta cada vez más la educación, cuando nos dejan sin salud, cuando nos inundamos de nuevo, cuando suben los precios de la canasta familiar, cuando no cultivamos lo que comemos, cuando sube el precio de la gasolina, cuando sube el precio de los servicios públicos, cuando bajan los salarios o cuando somos contratados a destajo, cuando consumismos productos que no necesitamos, en fin, cuando nos aproximamos a un ritmo acelerado hacia una vida gris, triste, contaminada, violenta, pobre, indiferente e indolente; cuando todo eso acontece, al mismo tiempo o aparentemente por separado, deberíamos indignarnos.

Porque los recursos naturales que tenemos serían suficiente para que todos tengamos una buena vida, si fueran bien administrados. Si fuéramos totalmente intolerantes con la corrupción, y con los gobernantes cuyos intereses personales están por encima del bien común, si fuéramos plenamente conscientes de que tenemos que respetar los límites naturales, si tuviéramos un consumo consciente y exigiéramos que las empresas también lo tengan, si hiciéramos control político sobre los bienes públicos, si reconociéramos el valor de la educación y la salud como un derecho y no sólo como un servicio. Si reconociéramos que todos, ricos y pobres, blancos y negros, niños y adultos, hombres y mujeres, tenemos derechos, entonces, tal vez, podríamos indignarnos.


Esa indignación que empezó con la primavera árabe, que se extendió a la península ibérica, subió hasta el deslucido Reino Unido, cruzó el atlántico y llegó a la capital del mundo, y empieza a tener atisbos en América Latina necesita ser alimentada por nuestra indignación, porque tenemos suficientes motivos para indignarnos. ¡Indignémonos!

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